martes, 20 de noviembre de 2012
domingo, 18 de noviembre de 2012
CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE MOTU PROPRIO PORTA FIDEI
CON LA QUE SE CONVOCA EL AÑO DE LA FE
CARTA APOSTÓLICA
EN FORMA DE MOTU PROPRIO
PORTA FIDEI
DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI
CON LA QUE SE CONVOCA EL AÑO DE LA FE
1. «La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la
vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está
siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de
Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que
transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura
toda la vida. Éste empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4), con el
que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el
paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor
Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma
gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22). Profesar la fe en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo– equivale a creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn
4, 8): el Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para
nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y
resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a
través de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor.
2. Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he
recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar
de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del
encuentro con Cristo. En la homilía de la santa Misa de inicio del
Pontificado decía: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores,
como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del
desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo
de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud»[1].
Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las
consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al
mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de
la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal,
sino que incluso con frecuencia es negado[2]. Mientras que en el
pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente
aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores
inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de
la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas
personas.
3. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt
5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de
nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que
invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf.
Jn 4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos
con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan
de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos
(cf. Jn 6, 51). En efecto, la enseñanza de Jesús resuena todavía
hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por el alimento que perece, sino
por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn 6, 27). La
pregunta planteada por los que lo escuchaban es también hoy la misma
para nosotros: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?»
(Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: «La obra de Dios es ésta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación.
4. A la luz de todo esto, he decidido convocar un Año de la fe.
Comenzará el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario de la
apertura del Concilio Vaticano II, y terminará en la solemnidad de
Jesucristo, Rey del Universo, el 24 de noviembre de 2013. En la fecha
del 11 de octubre de 2012, se celebrarán también los veinte años de la
publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por mi Predecesor, el beato Papa Juan Pablo II,[3]con
la intención de ilustrar a todos los fieles la fuerza y belleza de la
fe. Este documento, auténtico fruto del Concilio Vaticano II, fue
querido por el Sínodo Extraordinario de los Obispos de 1985 como
instrumento al servicio de la catequesis[4], realizándose
mediante la colaboración de todo el Episcopado de la Iglesia católica. Y
precisamente he convocado la Asamblea General del Sínodo de los
Obispos, en el mes de octubre de 2012, sobre el tema de La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana.
Será una buena ocasión para introducir a todo el cuerpo eclesial en un
tiempo de especial reflexión y redescubrimiento de la fe. No es la
primera vez que la Iglesia está llamada a celebrar un Año de la fe.
Mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Pablo VI, proclamó uno
parecido en 1967, para conmemorar el martirio de los apóstoles Pedro y
Pablo en el décimo noveno centenario de su supremo testimonio. Lo
concibió como un momento solemne para que en toda la Iglesia se diese
«una auténtica y sincera profesión de la misma fe»; además, quiso que
ésta fuera confirmada de manera «individual y colectiva, libre y
consciente, interior y exterior, humilde y franca»[5]. Pensaba
que de esa manera toda la Iglesia podría adquirir una «exacta conciencia
de su fe, para reanimarla, para purificarla, para confirmarla y para
confesarla»[6]. Las grandes transformaciones que tuvieron lugar
en aquel Año, hicieron que la necesidad de dicha celebración fuera
todavía más evidente. Ésta concluyó con la Profesión de fe del Pueblo de
Dios[7], para testimoniar cómo los contenidos esenciales que
desde siglos constituyen el patrimonio de todos los creyentes tienen
necesidad de ser confirmados, comprendidos y profundizados de manera
siempre nueva, con el fin de dar un testimonio coherente en condiciones
históricas distintas a las del pasado.
5. En ciertos aspectos, mi Venerado Predecesor vio ese Año como una «consecuencia y exigencia postconciliar»[8],
consciente de las graves dificultades del tiempo, sobre todo con
respecto a la profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación.
He pensado que iniciar el Año de la fe coincidiendo con el
cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II puede ser una
ocasión propicia para comprender que los textos dejados en herencia por
los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor.
Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y
asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro
de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de
indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza»[9].
Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del
Concilio pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si
lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y
llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre
necesaria de la Iglesia»[10].
6. La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio
ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el
mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer
la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó. Precisamente el
Concilio, en la Constitución dogmática Lumen gentium, afirmaba: «Mientras que Cristo, “santo, inocente, sin mancha” (Hb 7, 26), no conoció el pecado (cf. 2 Co 5, 21), sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb
2, 17), la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez
santa y siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la
conversión y la renovación. La Iglesia continúa su peregrinación “en
medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios”,
anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. 1 Co
11, 26). Se siente fortalecida con la fuerza del Señor resucitado para
poder superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y
dificultades, tanto interiores como exteriores, y revelar en el mundo el
misterio de Cristo, aunque bajo sombras, sin embargo, con fidelidad
hasta que al final se manifieste a plena luz»[11].
En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una
auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo.
Dios, en el misterio de su muerte y resurrección, ha revelado en
plenitud el Amor que salva y llama a los hombres a la conversión de vida
mediante la remisión de los pecados (cf. Hch 5, 31). Para el
apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre a una nueva vida: «Por el
bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que
Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así
también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 4). Gracias a
la fe, esta vida nueva plasma toda la existencia humana en la novedad
radical de la resurrección. En la medida de su disponibilidad libre, los
pensamientos y los afectos, la mentalidad y el comportamiento del
hombre se purifican y transforman lentamente, en un proceso que no
termina de cumplirse totalmente en esta vida. La «fe que actúa por el
amor» (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre (cf. Rm 12, 2; Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5, 17).
7. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): es el amor
de Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar.
Hoy como ayer, él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su
Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con
su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en
todo tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio,
con un mandato que es siempre nuevo. Por eso, también hoy es necesario
un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva
evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar
el entusiasmo de comunicar la fe. El compromiso misionero de los
creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor,
que nunca puede faltar. La fe, en efecto, crece cuando se vive como
experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de
gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la
esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el
corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del
Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos. Como afirma san
Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo»[12]. El santo
Obispo de Hipona tenía buenos motivos para expresarse de esta manera.
Como sabemos, su vida fue una búsqueda continua de la belleza de la fe
hasta que su corazón encontró descanso en Dios.[13]Sus numerosos
escritos, en los que explica la importancia de creer y la verdad de la
fe, permanecen aún hoy como un patrimonio de riqueza sin igual,
consintiendo todavía a tantas personas que buscan a Dios encontrar el
sendero justo para acceder a la «puerta de la fe».
Así, la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra
posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse,
en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios.
8. En esta feliz conmemoración, deseo invitar a los hermanos Obispos
de todo el Orbe a que se unan al Sucesor de Pedro en el tiempo de gracia
espiritual que el Señor nos ofrece para rememorar el don precioso de la
fe. Queremos celebrar este Año de manera digna y fecunda. Habrá
que intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar a todos los
creyentes en Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y
vigorosa, sobre todo en un momento de profundo cambio como el que la
humanidad está viviendo. Tendremos la oportunidad de confesar la fe en
el Señor Resucitado en nuestras catedrales e iglesias de todo el mundo;
en nuestras casas y con nuestras familias, para que cada uno sienta con
fuerza la exigencia de conocer y transmitir mejor a las generaciones
futuras la fe de siempre. En este Año, las comunidades
religiosas, así como las parroquiales, y todas las realidades eclesiales
antiguas y nuevas, encontrarán la manera de profesar públicamente el Credo.
9. Deseamos que este Año suscite en todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza. Será también una ocasión propicia para intensificar la celebración
de la fe en la liturgia, y de modo particular en la Eucaristía, que es
«la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y también la fuente
de donde mana toda su fuerza»[14]. Al mismo tiempo, esperamos que el testimonio de vida de los creyentes sea cada vez más creíble. Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada[15],
y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso
que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año.
No por casualidad, los cristianos en los primeros siglos estaban obligados a aprender de memoria el Credo.
Esto les servía como oración cotidiana para no olvidar el compromiso
asumido con el bautismo. San Agustín lo recuerda con unas palabras de
profundo significado, cuando en un sermón sobre la redditio symboli, la entrega del Credo,
dice: «El símbolo del sacrosanto misterio que recibisteis todos a la
vez y que hoy habéis recitado uno a uno, no es otra cosa que las
palabras en las que se apoya sólidamente la fe de la Iglesia, nuestra
madre, sobre la base inconmovible que es Cristo el Señor. […]
Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre en vuestra
mente y corazón y repetir en vuestro lecho; algo sobre lo que tenéis que
pensar cuando estáis en la calle y que no debéis olvidar ni cuando
coméis, de forma que, incluso cuando dormís corporalmente, vigiléis con
el corazón»[16].
10. En este sentido, quisiera esbozar un camino que sea útil para
comprender de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino,
juntamente también con eso, el acto con el que decidimos de entregarnos
totalmente y con plena libertad a Dios. En efecto, existe una unidad
profunda entre el acto con el que se cree y los contenidos a los que
prestamos nuestro asentimiento. El apóstol Pablo nos ayuda a entrar
dentro de esta realidad cuando escribe: «con el corazón se cree y con
los labios se profesa» (cf. Rm 10, 10). El corazón indica que el
primer acto con el que se llega a la fe es don de Dios y acción de la
gracia que actúa y transforma a la persona hasta en lo más íntimo.
A este propósito, el ejemplo de Lidia es muy elocuente. Cuenta san
Lucas que Pablo, mientras se encontraba en Filipos, fue un sábado a
anunciar el Evangelio a algunas mujeres; entre estas estaba Lidia y el
«Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo» (Hch
16, 14). El sentido que encierra la expresión es importante. San Lucas
enseña que el conocimiento de los contenidos que se han de creer no es
suficiente si después el corazón, auténtico sagrario de la persona, no
está abierto por la gracia que permite tener ojos para mirar en
profundidad y comprender que lo que se ha anunciado es la Palabra de
Dios.
Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un
testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca
que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor
para vivir con él. Y este «estar con él» nos lleva a comprender las
razones por las que se cree. La fe, precisamente porque es un acto de la
libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree. La
Iglesia en el día de Pentecostés muestra con toda evidencia esta
dimensión pública del creer y del anunciar a todos sin temor la propia
fe. Es el don del Espíritu Santo el que capacita para la misión y
fortalece nuestro testimonio, haciéndolo franco y valeroso.
La misma profesión de fe es un acto personal y al mismo tiempo
comunitario. En efecto, el primer sujeto de la fe es la Iglesia. En la
fe de la comunidad cristiana cada uno recibe el bautismo, signo eficaz
de la entrada en el pueblo de los creyentes para alcanzar la salvación.
Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: «“Creo”: Es la
fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente,
principalmente en su bautismo. “Creemos”: Es la fe de la Iglesia
confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por
la asamblea litúrgica de los creyentes. “Creo”, es también la Iglesia,
nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir:
“creo”, “creemos”»[17].
Como se puede ver, el conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar el propio asentimiento,
es decir, para adherirse plenamente con la inteligencia y la voluntad a
lo que propone la Iglesia. El conocimiento de la fe introduce en la
totalidad del misterio salvífico revelado por Dios. El asentimiento que
se presta implica por tanto que, cuando se cree, se acepta libremente
todo el misterio de la fe, ya que quien garantiza su verdad es Dios
mismo que se revela y da a conocer su misterio de amor[18].
Por otra parte, no podemos olvidar que muchas personas en nuestro
contexto cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan
con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia
y del mundo. Esta búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque
lleva a las personas por el camino que conduce al misterio de Dios. La
misma razón del hombre, en efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo
que vale y permanece siempre»[19]. Esta exigencia constituye una
invitación permanente, inscrita indeleblemente en el corazón humano, a
ponerse en camino para encontrar a Aquel que no buscaríamos si no
hubiera ya venido[20]. La fe nos invita y nos abre totalmente a este encuentro.
11. Para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe, todos pueden encontrar en el Catecismo de la Iglesia Católica
un subsidio precioso e indispensable. Es uno de los frutos más
importantes del Concilio Vaticano II. En la Constitución apostólica Fidei depositum,
firmada precisamente al cumplirse el trigésimo aniversario de la
apertura del Concilio Vaticano II, el beato Juan Pablo II escribía:
«Este Catecismo es una contribución importantísima a la obra de
renovación de la vida eclesial... Lo declaro como regla segura para la
enseñanza de la fe y como instrumento válido y legítimo al servicio de
la comunión eclesial»[21].
Precisamente en este horizonte, el Año de la fe deberá
expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los
contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y
orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica. En
efecto, en él se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la
Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de
historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los
Maestros de teología a los Santos de todos los siglos, el Catecismo
ofrece una memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia
ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza
a los creyentes en su vida de fe.
En su misma estructura, el Catecismo de la Iglesia Católica
presenta el desarrollo de la fe hasta abordar los grandes temas de la
vida cotidiana. A través de sus páginas se descubre que todo lo que se
presenta no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en
la Iglesia. A la profesión de fe, de hecho, sigue la explicación de la
vida sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y continúa la
construcción de su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la
profesión de fe no tendría eficacia, pues carecería de la gracia que
sostiene el testimonio de los cristianos. Del mismo modo, la enseñanza
del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno sentido cuando se pone en relación con la fe, la liturgia y la oración.
12. Así, pues, el Catecismo de la Iglesia Católica podrá ser en este Año
un verdadero instrumento de apoyo a la fe, especialmente para quienes
se preocupan por la formación de los cristianos, tan importante en
nuestro contexto cultural. Para ello, he invitado a la Congregación para
la Doctrina de la Fe a que, de acuerdo con los Dicasterios competentes
de la Santa Sede, redacte una Nota con la que se ofrezca a la Iglesia y a los creyentes algunas indicaciones para vivir este Año de la fe de la manera más eficaz y apropiada, ayudándoles a creer y evangelizar.
En efecto, la fe está sometida más que en el pasado a una serie de
interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo
hoy, reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros
científicos y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de
mostrar cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto
alguno, porque ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad[22].
13. A lo largo de este Año, será decisivo volver a recorrer la
historia de nuestra fe, que contempla el misterio insondable del
entrecruzarse de la santidad y el pecado. Mientras lo primero pone de
relieve la gran contribución que los hombres y las mujeres han ofrecido
para el crecimiento y desarrollo de las comunidades a través del
testimonio de su vida, lo segundo debe suscitar en cada uno un sincero y
constante acto de conversión, con el fin de experimentar la
misericordia del Padre que sale al encuentro de todos.
Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició y completa nuestra fe» (Hb
12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo afán y todo anhelo del
corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama del
sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y
la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su
cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de
su compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el
poder de su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra
salvación, se iluminan plenamente los ejemplos de fe que han marcado los
últimos dos mil años de nuestra historia de salvación.
Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de
que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf. Lc
1, 38). En la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al
Omnipotente por las maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él
(cf. Lc 1, 46-55). Con gozo y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cf. Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes (cf. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cf. Jn 19, 25-27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14; 2, 1-4).
Por la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al Maestro (cf. Mt 10, 28). Creyeron en las palabras con las que anunciaba el Reino de Dios, que está presente y se realiza en su persona (cf. Lc
11, 20). Vivieron en comunión de vida con Jesús, que los instruía con
sus enseñanzas, dejándoles una nueva regla de vida por la que serían
reconocidos como sus discípulos después de su muerte (cf. Jn 13, 34-35). Por la fe, fueron por el mundo entero, siguiendo el mandato de llevar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15) y, sin temor alguno, anunciaron a todos la alegría de la resurrección, de la que fueron testigos fieles.
Por la fe, los discípulos formaron la primera comunidad reunida en
torno a la enseñanza de los Apóstoles, la oración y la celebración de la
Eucaristía, poniendo en común todos sus bienes para atender las
necesidades de los hermanos (cf. Hch 2, 42-47).
Por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la
verdad del Evangelio, que los había trasformado y hecho capaces de
llegar hasta el mayor don del amor con el perdón de sus perseguidores.
Por la fe, hombres y mujeres han consagrado su vida a Cristo, dejando
todo para vivir en la sencillez evangélica la obediencia, la pobreza y
la castidad, signos concretos de la espera del Señor que no tarda en
llegar. Por la fe, muchos cristianos han promovido acciones en favor de
la justicia, para hacer concreta la palabra del Señor, que ha venido a
proclamar la liberación de los oprimidos y un año de gracia para todos
(cf. Lc 4, 18-19).
Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap
7, 9; 13, 8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de
seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su
ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el
desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban.
También nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento vivo del Señor Jesús, presente en nuestras vidas y en la historia.
14. El Año de la fe será también una buena oportunidad para
intensificar el testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora
subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor
de ellas es la caridad» (1 Co 13, 13). Con palabras aún más
fuertes —que siempre atañen a los cristianos—, el apóstol Santiago dice:
«¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene
obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan
desnudos y faltos de alimento diario y alguno de vosotros les dice: “Id
en paz, abrigaos y saciaos”, pero no les da lo necesario para el cuerpo,
¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se tienen obras, está muerta
por dentro. Pero alguno dirá: “Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame
esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe”» (St 2, 14-18).
La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un
sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se
necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su
camino. En efecto, muchos cristianos dedican sus vidas con amor a quien
está solo, marginado o excluido, como el primero a quien hay que atender
y el más importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja
el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes
piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado. «Cada vez que lo
hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo
hicisteis» (Mt 25, 40): estas palabras suyas son una advertencia
que no se ha de olvidar, y una invitación perenne a devolver ese amor
con el que él cuida de nosotros. Es la fe la que nos permite reconocer a
Cristo, y es su mismo amor el que impulsa a socorrerlo cada vez que se
hace nuestro prójimo en el camino de la vida. Sostenidos por la fe,
miramos con esperanza a nuestro compromiso en el mundo, aguardando «unos
cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia» (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1).
15. Llegados sus últimos días, el apóstol Pablo pidió al discípulo Timoteo que «buscara la fe» (cf. 2 Tm 2, 22) con la misma constancia de cuando era niño (cf. 2 Tm
3, 15). Escuchemos esta invitación como dirigida a cada uno de
nosotros, para que nadie se vuelva perezoso en la fe. Ella es compañera
de vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos las
maravillas que Dios hace por nosotros. Tratando de percibir los signos
de los tiempos en la historia actual, nos compromete a cada uno a
convertirnos en un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el
mundo. Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio
creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra
del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo
de Dios y de la vida verdadera, ésa que no tiene fin.
«Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe
haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en
él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor
auténtico y duradero. Las palabras del apóstol Pedro proyectan un último
rayo de luz sobre la fe: «Por ello os alegráis, aunque ahora sea
preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de
vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se
aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de
Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía,
creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante,
alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación de vuestras almas» (1 P
1, 6-9). La vida de los cristianos conoce la experiencia de la alegría y
el sufrimiento. Cuántos santos han experimentado la soledad. Cuántos
creyentes son probados también en nuestros días por el silencio de Dios,
mientras quisieran escuchar su voz consoladora. Las pruebas de la vida,
a la vez que permiten comprender el misterio de la Cruz y participar en
los sufrimientos de Cristo (cf. Col 1, 24), son preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co
12, 10). Nosotros creemos con firme certeza que el Señor Jesús ha
vencido el mal y la muerte. Con esta segura confianza nos encomendamos a
él: presente entre nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc
11, 20), y la Iglesia, comunidad visible de su misericordia, permanece
en él como signo de la reconciliación definitiva con el Padre.
Confiemos a la Madre de Dios, proclamada «bienaventurada porque ha creído» (Lc 1, 45), este tiempo de gracia.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de octubre del año 2011, séptimo de mi Pontificado.
BENEDICTO XVI
[1] Homilía en la Misa de inicio de Pontificado (24 abril 2005): AAS 97 (2005), 710.
[2] Cf. Benedicto XVI, Homilía en la Misa en Terreiro do Paço, Lisboa (11 mayo 2010), en L’Osservatore Romano ed. en Leng. española (16 mayo 2010), pag. 8-9.
[3] Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992): AAS 86 (1994), 113-118.
[4] Cf. Relación final del Sínodo Extraordinario de los Obispos (7 diciembre 1985), II, B, a, 4, en L’Osservatore Romano ed. en Leng. española (22 diciembre 1985), pag. 12.
[5] Pablo VI, Exhort. ap. Petrum et Paulum Apostolos, en el XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo (22 febrero 1967): AAS 59 (1967), 196.
[6] Ibíd., 198.
[7] Pablo VI, Solemne profesión de fe, Homilía para la concelebración en el XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo, en la conclusión del “Año de la fe” (30 junio 1968): AAS 60 (1968), 433-445.
[8] Id., Audiencia General (14 junio 1967): Insegnamenti V (1967), 801.
[9] Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 57: AAS 93 (2001), 308.
[10] Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 52.
[11] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 8.
[12] De utilitate credendi, 1, 2.
[13] Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, I, 1.
[14] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 10.
[15] Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992): AAS 86 (1994), 116.
[16] Sermo215, 1.
[17] Catecismo de la Iglesia Católica, 167.
[18] Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, cap. III: DS 3008-3009; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 5.
[19] Discurso en el Collège des Bernardins, París (12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 722.
[20] Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, XIII, 1.
[21] Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992):AAS 86 (1994), 115 y 117.
[22] Cf. Id., Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998) 34.106: AAS 91 (1999), 31-32. 86-87.
viernes, 1 de junio de 2012
Oración
Preparatoria.-
Oh Dios, que por medio del Corazón de tu Hijo,
herido por nuestras culpas, te dignas, en tu misericordia infinita,
darnos los tesoros de tu amor; te pedimos nos concedas que, al
presentarte el devoto obsequio de nuestra piedad, le ofrezcamos
también el homenaje de una digna satisfacción. Por el mismo
Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Consideración del día.
Oración final.- Oh Señor
Jesús tus santos misterios infundan en nosotros un fervor divino,
conque, recibida la suavidad de tu dulcísimo Corazón, aprendamos a
despreciar lo terreno y amar lo celestial. Tu que vives y reinas por
siglos infinitos. Amén
Primera decena del
mes: del 1 al 10
Día 1. La Cruz es
el árbol en que quiso redimirnos Jesús. Quiso morir con los
brazos extendidos para abrazar a todos los hombres. Amemos a quien tanto
nos ha amado.
Día 2. La Cruz es
la escalera por la cual podemos subir al Cielo. Quien pretenda
salvarse por otro camino, se equivoca y va a su eterna ruina.
Abracémonos con la Cruz.
Día 3. La Cruz es
la balanza con que Jesús paga el precio de nuestro rescate.
Nuestros méritos son nulos; los de Jesús son infinitos. Confiemos en
Jesús Crucificado.
Día 4. La Cruz es
la espada con la cual venceremos a los enemigos de nuestra
salvación. Sin ella seremos vencidos. Sin Jesús nada podemos; con Él
podemos todo.
Día 5. La Cruz es
la palanca que, apoyándose en los méritos de Jesús, nos da
fuerzas para levantar la pesadez de nuestra naturaleza caída y elevarla
a lo sobrenatural.
Día 6. La Cruz es
el puente que, al atravesar el abismo de la muerte, nos
trasladará a las orillas ciertas y placenteras de una eternidad feliz.
i Ay del que no se vale de ella ¡
Día 7. La Cruz es
el martillo que aplastará un día a cuantos van contra ella. De
Dios nadie se burla. Ahora calla; pero vendrá un día en que hablará
y... Premiará o castigará.
Día 8. La Cruz
es la llave con que Jesús ha querido abrirnos las puertas de la
gloria y cerrarnos las del infierno. Llevémosla siempre sobre nuestro
pecho y tengámosla en la cabecera de nuestro lecho.
Día 9. La Cruz es
el áncora que nos salvará de las tempestades del mar proceloso
de este mundo y nos conducirá al puerto seguro de salvación. Sin ella
pereceremos infaliblemente.
Día 10. La Cruz
es el faro que ilumina nuestra inteligencia, nos habla del
infinito amor de un Dios y nos muestra el término de nuestra vida.
Pensemos en lo que nos espera.
Segunda decena: del
11 al 20
Día 11. Lanzada
contra el Corazón de Cristo es la blasfemia, o la proferida por
labios inmundos, o la declamada en la tribuna, o la impresa en el libro
herético o impío. iAborrezcámosla!
Día 12. Lanzada
contra el Corazón de Cristo es la inmoralidad que a tantas almas
seduce y que se manifiesta en el hablar y vestir, en la playa y en los
espectáculos, en la novela y aún en el deporte. iAlerta con ella!
Día 13. Lanzada
contra el Corazón de Cristo es la impiedad, el desprecio que se
hace de las cosas sagradas; la burla y el sarcasmo contra las mismas; la
negación de las verdades y doctrinas de Jesús.
Día 14. Lanzada
contra el Corazón de Cristo es la profanación que se hace
impune y públicamente de los días del Señor; la omisión de la Santa
Misa; el convertir los días santos en días de pecado.
Día 15. Lanzada
contra el Corazón de Cristo son los odios que reinan hoy en el
mundo, tan contrario a Aquel que vino a enseñarnos las dulzuras de la
divina Caridad y amor entre todos.
Día 16. Lanzada
contra el Corazón de Cristo son las persecuciones que sufre la
Iglesia, salida del Costado del Divino Redentor, sobre todo los que
sufre de parte de las naciones anticristianas.
Día 17. Lanzada
contra el Corazón de Cristo es el ateísmo materialista que
pretende hoy dominar el mundo, borrar de las inteligencias todo el orden
sobrenatural y sumirlo en el abismo de toda maldad.
Día 18. Lanzada
contra el Corazón de Cristo son los tantos sacrilegios como se
cometen contra todo lo más santo y sagrado y en la recepción de los
santos Sacramentos indignamente recibidos.
Día 19. Lanzada
contra el Corazón de Cristo es el desconocimiento que reina de
la vida y doctrina de Jesús, aun por parte de muchos cristianos, que lo
son solamente de nombre, pero no en realidad.
Día 20. Lanzada
contra el Corazón de Cristo es la condenación eterna de tantos
hombres, que no han querido aprovecharse de la Divina Sangre, derramada
para su salvación.
Tercera decena: del
21 al 30
Día 21. Espina
para el Corazón de Jesús es la falta de una fe viva por parte
de muchos que le aman y sirven, y le sirven casi a la fuerza y
arrastrándose más que caminando, en la vida espiritual.
Día 22. Espina es
la falta de conformidad con la voluntad de Dios, que hace
murmurar de la Divina Providencia, cuando las cosas no suceden según el
propio gusto o capricho.
Día 23. Espina es
la falta de caridad que tienen los pudientes con los menesterosos.
Siempre habrá pobres en el mundo; pero no habría de haber miserables.
Jesús impone la caridad como ley suya.
Día 24. Espina es
la falta de devoción que manifiestan muchos cristianos en sus
mismas oraciones; y las irreverencias que cometen en los templos con su
porte poco cristiano.
Día 25. Espina es
para el Corazón de Jesús la falta de paciencia y dominio propio
de muchos cristianos, que no saben sufrir la menor contrariedad sin
quejarse o incomodarse.
Día 26. Espina es
para el Corazón de Jesús la sobra de comodidades de aquellos
cristianos que se espantan al solo nombre del sacrificio y nada hacen
por amor de Jesús, que tanto sufrió por ellos.
Día 27. Espina es
la sobra de amor propio que domina en tantos corazones que no
pueden soportar el menor aviso o corrección, viviendo por otra parte
llenos de defectos.
Día 28. Espina es
la sobra de negligencia con que se hacen las cosas de Dios.
Mientras algunos son todo actividad y energía para las cosas puramente
temporales.
Día 29. Espina es
la sobra de frialdad, causa de que muchos cristianos, por otra
parte buenos, cometan muchos pecados veniales sin que traten de
enmendarse de ellos.
Día 30. Espina es
para el Corazón de Jesús ver la falta de cristianos en los
templos y la sobra de ellos en los centros de mundanas diversiones. El
Corazón de Jesús ama, y no es amado. ¿Qué haces tú?
Señor,
misericordia.
Jesucristo, misericordia.
Señor, misericordia.
Jesucristo, óyenos.
Jesucristo, escúchanos.
Dios Padre celestial,
Ten piedad de nosotros
Dios Hijo, Redentor del mundo,
Dios Espíritu Santo,
Santísima Trinidad un solo Dios,
Corazón de Jesús, Hijo del Eterno Padre,
Corazón de Jesús, Formado por el Espíritu Santo en el Seno de María
Corazón de Jesús, unido sustancialmente al Verbo,
Corazón de Jesús, de Majestad infinita
Corazón de Jesús, santo Templo de Dios
Corazón de Jesús, Tabernáculo del Altísimo
Corazón de Jesús, casa de Dios y puerta del Cielo
Corazón de Jesús, horno de encendido amor
Corazón de Jesús, receptáculo de la justicia y amor
Corazón de Jesús, lleno de bondad y amor
Corazón de Jesús, abismo de todas las virtudes
Corazón de Jesús, dignísimo de toda alabanza
Corazón de Jesús, Rey y centro de toda alabanza
Corazón de Jesús, en quien están todos los tesoros de sabiduría y ciencia
Corazón de Jesús, en quien habita la plenitud de la Divinidad
Corazón de Jesús, en quien el Padre se ha complacido
Corazón de Jesús, de cuya plenitud todos hemos recibido
Corazón de Jesús deseo de los collados eternos
Corazón de Jesús, paciente y de mucha misericordia
Corazón de Jesús, rico para todos los que lo invocan
Corazón de Jesús, fuente de vida y santidad
Corazón de Jesús, propiciación de nuestros pecados
Corazón de Jesús, saturado de oprobios
Corazón de Jesús, oprimido por nuestras maldades
Corazón de Jesús, hecho obediente hasta la muerte
Corazón de Jesús, traspasado por la lanza
Corazón de Jesús, fuente de todo consuelo,
Corazón de Jesús, vida y resurrección nuestra
Corazón de Jesús, paz y reconciliación nuestra
Corazón de Jesús, víctima de los pecadores
Corazón de Jesús, salvación de los que esperan en Ti
Corazón de Jesús, esperanza de los que en Ti mueren
Corazón de Jesús, delicia de todos los santos,
Jesucristo, misericordia.
Señor, misericordia.
Jesucristo, óyenos.
Jesucristo, escúchanos.
Dios Padre celestial,
Ten piedad de nosotros
Dios Hijo, Redentor del mundo,
Dios Espíritu Santo,
Santísima Trinidad un solo Dios,
Corazón de Jesús, Hijo del Eterno Padre,
Corazón de Jesús, Formado por el Espíritu Santo en el Seno de María
Corazón de Jesús, unido sustancialmente al Verbo,
Corazón de Jesús, de Majestad infinita
Corazón de Jesús, santo Templo de Dios
Corazón de Jesús, Tabernáculo del Altísimo
Corazón de Jesús, casa de Dios y puerta del Cielo
Corazón de Jesús, horno de encendido amor
Corazón de Jesús, receptáculo de la justicia y amor
Corazón de Jesús, lleno de bondad y amor
Corazón de Jesús, abismo de todas las virtudes
Corazón de Jesús, dignísimo de toda alabanza
Corazón de Jesús, Rey y centro de toda alabanza
Corazón de Jesús, en quien están todos los tesoros de sabiduría y ciencia
Corazón de Jesús, en quien habita la plenitud de la Divinidad
Corazón de Jesús, en quien el Padre se ha complacido
Corazón de Jesús, de cuya plenitud todos hemos recibido
Corazón de Jesús deseo de los collados eternos
Corazón de Jesús, paciente y de mucha misericordia
Corazón de Jesús, rico para todos los que lo invocan
Corazón de Jesús, fuente de vida y santidad
Corazón de Jesús, propiciación de nuestros pecados
Corazón de Jesús, saturado de oprobios
Corazón de Jesús, oprimido por nuestras maldades
Corazón de Jesús, hecho obediente hasta la muerte
Corazón de Jesús, traspasado por la lanza
Corazón de Jesús, fuente de todo consuelo,
Corazón de Jesús, vida y resurrección nuestra
Corazón de Jesús, paz y reconciliación nuestra
Corazón de Jesús, víctima de los pecadores
Corazón de Jesús, salvación de los que esperan en Ti
Corazón de Jesús, esperanza de los que en Ti mueren
Corazón de Jesús, delicia de todos los santos,
Cordero de Dios,
que quitas los pecados del mundo.
Perdónanos, Señor.
Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo,
Escúchanos, Señor.
Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo,
Ten misericordia de nosotros.
Perdónanos, Señor.
Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo,
Escúchanos, Señor.
Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo,
Ten misericordia de nosotros.
Jesús Manso y
humilde de corazón,
Haz nuestro corazón semejante al tuyo
Haz nuestro corazón semejante al tuyo
Oración:
Omnipotente y sempiterno Dios, mira al Corazón de tu muy amado Hijo y a
las alabanzas y satisfacciones que te tributa en nombre de los
pecadores; concede benigno el perdón a los que invocamos tu
misericordia, en el nombre del mismo Jesucristo, tu Hijo, que contigo
vive y reina en unión del Espíritu Santo Dios, por todos los siglos de
los siglos. Amén.
martes, 3 de abril de 2012
El triduo pascual
La palabra triduo en la práctica
devocional católica sugiere la idea de preparación.
A veces nos preparamos para la fiesta de un santo con tres días
de oración en su honor, o bien pedimos una gracia especial
mediante un triduo de plegarias de intercesión.
El triduo pascual se consideraba como tres días de preparación a la fiesta de pascua; comprendía el jueves, el viernes y el sábado de la semana santa. Era un triduo de la pasión.
En el nuevo calendario y en las normas litúrgicas para la semana santa, el enfoque es diferente. El triduo se presenta no como un tiempo de preparación, sino como una sola cosa con la pascua. Es un triduo de la pasión y resurrección, que abarca la totalidad del misterio pascual. Así se expresa en el calendario:
Cristo redimió al género humano y dio perfecta gloria a Dios principalmente a través de su misterio pascual: muriendo destruyó la muerte y resucitando restauró la vida. El triduo pascual de la pasión y resurrección de Cristo es, por tanto, la culminación de todo el año litúrgico.
Luego establece la duración exacta del triduo:
El triduo comienza con la misa vespertina de la cena del Señor, alcanza su cima en la vigilia pascual y se cierra con las vísperas del domingo de pascua.
Esta unificación de la celebración pascual es más acorde con el espíritu del Nuevo Testamento y con la tradición cristiana primitiva. El mismo Cristo, cuando aludía a su pasión y muerte, nunca las disociaba de su resurrección. En el evangelio del miércoles de la segunda semana de cuaresma (Mt 20,17-28) habla de ellas en conjunto: "Lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen, y al tercer día resucitará".
Es significativo que los padres de la Iglesia, tanto san Ambrosio como san Agustín, conciban el triduo pascual como un todo que incluye el sufrimiento de Jesús y también su glorificación. El obispo de Milán, en uno de sus escritos, se refiere a los tres santos días (triduum illud sacrum) como a los tres días en los cuales sufrió, estuvo en la tumba y resucitó, los tres días a los que se refirió cuando dijo: "Destruid este templo y en tres días lo reedificaré". San Agustín, en una de sus cartas, se refiere a ellos como "los tres sacratísimos días de la crucifixión, sepultura y resurrección de Cristo".
Esos tres días, que comienzan con la misa vespertina del jueves santo y concluyen con la oración de vísperas del domingo de pascua, forman una unidad, y como tal deben ser considerados. Por consiguiente, la pascua cristiana consiste esencialmente en una celebración de tres días, que comprende las partes sombrías y las facetas brillantes del misterio salvífico de Cristo. Las diferentes fases del misterio pascual se extienden a lo largo de los tres días como en un tríptico: cada uno de los tres cuadros ilustra una parte de la escena; juntos forman un todo. Cada cuadro es en sí completo, pero debe ser visto en relación con los otros dos.
Interesa saber que tanto el viernes como el sábado santo, oficialmente, no forman parte de la cuaresma. Según el nuevo calendario, la cuaresma comienza el miércoles de ceniza y concluye el jueves santo, excluyendo la misa de la cena del Señor 1. El viernes y el sábado de la semana santa no son los últimos dos días de cuaresma, sino los primeros dos días del "sagrado triduo".
Otras imágenes acuden a la memoria. Todo el ciclo de la naturaleza habla de vida que sale de la muerte: "Si el grano de trigo, que cae en la tierra, no muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto" (Jn 12,24).
La resurrección es nuestra pascua; es un paso de la muerte a la vida, de la oscuridad a la luz, del ayuno a la fiesta. El Señor dijo: "Tú, en cambio, cuando ayunes, úngete la cabeza y lávate la cara" (Mt 6,17). El ayuno es el comienzo de la fiesta.
El sufrimiento no es bueno en sí mismo; por tanto, no debemos buscarlo como tal. La postura cristiana referente a él es positiva y realista. En la vida de Cristo, y sobre todo en su cruz, vemos su valor redentor. El crucifijo no debe reducirse a un doloroso recuerdo de lo mucho que Jesús sufrió por nosotros. Es un objeto en el que podemos gloriarnos porque está transfigurado por la gloria de la resurrección.
Nuestras vidas están entretejidas de gozo y de dolor. Huir del dolor y las penas a toda costa y buscar gozo y placer por sí mismos son actitudes equivocadas. El camino cristiano es el camino iluminado por las enseñanzas y ejemplos de Jesús. Es el camino de la cruz, que es también el de la resurrección; es olvido de sí, es perderse por Cristo, es vida que brota de la muerte. El misterio pascual que celebramos en los días del sagrado triduo es la pauta y el programa que debemos seguir en nuestras vidas.
El triduo pascual se consideraba como tres días de preparación a la fiesta de pascua; comprendía el jueves, el viernes y el sábado de la semana santa. Era un triduo de la pasión.
En el nuevo calendario y en las normas litúrgicas para la semana santa, el enfoque es diferente. El triduo se presenta no como un tiempo de preparación, sino como una sola cosa con la pascua. Es un triduo de la pasión y resurrección, que abarca la totalidad del misterio pascual. Así se expresa en el calendario:
Cristo redimió al género humano y dio perfecta gloria a Dios principalmente a través de su misterio pascual: muriendo destruyó la muerte y resucitando restauró la vida. El triduo pascual de la pasión y resurrección de Cristo es, por tanto, la culminación de todo el año litúrgico.
Luego establece la duración exacta del triduo:
El triduo comienza con la misa vespertina de la cena del Señor, alcanza su cima en la vigilia pascual y se cierra con las vísperas del domingo de pascua.
Esta unificación de la celebración pascual es más acorde con el espíritu del Nuevo Testamento y con la tradición cristiana primitiva. El mismo Cristo, cuando aludía a su pasión y muerte, nunca las disociaba de su resurrección. En el evangelio del miércoles de la segunda semana de cuaresma (Mt 20,17-28) habla de ellas en conjunto: "Lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen, y al tercer día resucitará".
Es significativo que los padres de la Iglesia, tanto san Ambrosio como san Agustín, conciban el triduo pascual como un todo que incluye el sufrimiento de Jesús y también su glorificación. El obispo de Milán, en uno de sus escritos, se refiere a los tres santos días (triduum illud sacrum) como a los tres días en los cuales sufrió, estuvo en la tumba y resucitó, los tres días a los que se refirió cuando dijo: "Destruid este templo y en tres días lo reedificaré". San Agustín, en una de sus cartas, se refiere a ellos como "los tres sacratísimos días de la crucifixión, sepultura y resurrección de Cristo".
Esos tres días, que comienzan con la misa vespertina del jueves santo y concluyen con la oración de vísperas del domingo de pascua, forman una unidad, y como tal deben ser considerados. Por consiguiente, la pascua cristiana consiste esencialmente en una celebración de tres días, que comprende las partes sombrías y las facetas brillantes del misterio salvífico de Cristo. Las diferentes fases del misterio pascual se extienden a lo largo de los tres días como en un tríptico: cada uno de los tres cuadros ilustra una parte de la escena; juntos forman un todo. Cada cuadro es en sí completo, pero debe ser visto en relación con los otros dos.
Interesa saber que tanto el viernes como el sábado santo, oficialmente, no forman parte de la cuaresma. Según el nuevo calendario, la cuaresma comienza el miércoles de ceniza y concluye el jueves santo, excluyendo la misa de la cena del Señor 1. El viernes y el sábado de la semana santa no son los últimos dos días de cuaresma, sino los primeros dos días del "sagrado triduo".
Pensamientos para
el triduo.
La unidad del misterio
pascual tiene algo importante que enseñarnos. Nos dice que
el dolor no solamente es seguido por el gozo, sino que ya lo contiene
en sí. Jesús expresó esto de diferentes maneras.
Por ejemplo, en la última cena dijo a sus apóstoles:
"Vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se
cambiará en alegría" (Jn 16,20). Parece como
si el dolor fuese uno de los ingredientes imprescindibles para forjar
la alegría. La metáfora de la mujer con dolores de
parto lo expresa maravillosamente. Su dolor, efectivamente, engendra
alegría, la alegría "de que al mundo le ha nacido
un hombre".Otras imágenes acuden a la memoria. Todo el ciclo de la naturaleza habla de vida que sale de la muerte: "Si el grano de trigo, que cae en la tierra, no muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto" (Jn 12,24).
La resurrección es nuestra pascua; es un paso de la muerte a la vida, de la oscuridad a la luz, del ayuno a la fiesta. El Señor dijo: "Tú, en cambio, cuando ayunes, úngete la cabeza y lávate la cara" (Mt 6,17). El ayuno es el comienzo de la fiesta.
El sufrimiento no es bueno en sí mismo; por tanto, no debemos buscarlo como tal. La postura cristiana referente a él es positiva y realista. En la vida de Cristo, y sobre todo en su cruz, vemos su valor redentor. El crucifijo no debe reducirse a un doloroso recuerdo de lo mucho que Jesús sufrió por nosotros. Es un objeto en el que podemos gloriarnos porque está transfigurado por la gloria de la resurrección.
Nuestras vidas están entretejidas de gozo y de dolor. Huir del dolor y las penas a toda costa y buscar gozo y placer por sí mismos son actitudes equivocadas. El camino cristiano es el camino iluminado por las enseñanzas y ejemplos de Jesús. Es el camino de la cruz, que es también el de la resurrección; es olvido de sí, es perderse por Cristo, es vida que brota de la muerte. El misterio pascual que celebramos en los días del sagrado triduo es la pauta y el programa que debemos seguir en nuestras vidas.
Resurrección
La Resurrección es una verdad
fundamental del cristianismo. Cristo verdaderamente resucitó
por el poder de Dios. No se trata de un fantasma, ni una mera
fuerza de energía, ni de un cuerpo revivido como el de
Lázaro que volvió a morir. La presencia de Jesús
resucitado no se trata de alucinaciones por parte de los Apóstoles.
Cuando decimos "Cristo vive" no estamos usando una manera de hablar, como piensan algunos, para decir que vive solo en nuestro recuerdo. La cruz, muerte y resurrección de Cristo son hechos históricos que sacudieron el mundo de su época y transformaron la historia de todos los siglos. Cristo vive para siempre con el mismo cuerpo con que murió, pero este ha sido transformado y glorificado (Cf. Cor.15:20, 35-45) de manera que goza de un nuevo orden de vida como jamás vivió un ser humano.
La vida de Cristo la vivimos por la gracia. Los que son de Cristo participan ya de esta vida nueva de Cristo desde el bautismo. Esta vida activa en nosotros se llama gracia. Se puede perder por el pecado mortal, pero se puede recuperar por el perdón sacramental, y la debemos aumentar viviendo fielmente nuestra fe. La gracia nos da fortaleza, esperanza y la capacidad de un amor sobrenatural. Nos hace capaces de comprender el sentido profundo de la vida y de las luchas porque nos comunica la perspectiva de Dios. El cristiano, movido por el Espíritu Santo vive en gracia de Dios, preparándose para la continuación de su vida eterna después de la muerte. Esta vida de Cristo la vivieron los santos (Cf. Rom 6:8) de manera ejemplar. Todos debemos de imitarlos para ser también santos. Sin la gracia, los hombres caen en un gran vacío, en una vida sin sentido.
La muerte, tanto espiritual como física, es la consecuencia del pecado que entró en el mundo por rebelión de nuestros primeros padres. Estamos sujetos a la muerte física, pero el "aguijón" del pecado ha sido reemplazado por la esperanza cierta en la resurrección. Jesucristo pagó el precio por nuestros pecados con su muerte en la cruz. Conquistó así a todos sus enemigos. El último enemigo en ser destruido, al final del tiempo, será la muerte (Cf. I Cor. 15:26). Por eso, la muerte no es el final, tampoco nos encierra en un ciclo como piensan los proponentes de la reencarnación. Vivimos y morimos una sola vez. Durante nuestra vida mortal decidimos nuestra eternidad. Recibimos la gracia y la misericordia de Dios que nos abre las puertas del cielo. Al final del tiempo se establecerá plenamente el reino del Señor.
La Resurrección es mucho mas que la reencarnación. Es cierto que algunas religiones narran sobre dioses que mueren y resucitan pero ninguna habla de un cuerpo gloriosamente resucitado ni del poder para compartir esta nueva vida con otros. Los judíos no esperaban un Mesías que muriera y resucitara. Algunos tenían la esperanza de resucitar, pero no con cuerpos gloriosos sino en una resurrección análoga a la de Lázaro (Cf. Is. 26:19; Ez. 37:10; Dn 12:2).
Algunas filosofías y religiones han creído en la reencarnación o en la inmortalidad del alma apartada del cuerpo. Pero la fe en la resurrección solo se encuentra entre los cristianos.
"Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es." I Juan 3:2.
Cuando decimos "Cristo vive" no estamos usando una manera de hablar, como piensan algunos, para decir que vive solo en nuestro recuerdo. La cruz, muerte y resurrección de Cristo son hechos históricos que sacudieron el mundo de su época y transformaron la historia de todos los siglos. Cristo vive para siempre con el mismo cuerpo con que murió, pero este ha sido transformado y glorificado (Cf. Cor.15:20, 35-45) de manera que goza de un nuevo orden de vida como jamás vivió un ser humano.
La vida de Cristo la vivimos por la gracia. Los que son de Cristo participan ya de esta vida nueva de Cristo desde el bautismo. Esta vida activa en nosotros se llama gracia. Se puede perder por el pecado mortal, pero se puede recuperar por el perdón sacramental, y la debemos aumentar viviendo fielmente nuestra fe. La gracia nos da fortaleza, esperanza y la capacidad de un amor sobrenatural. Nos hace capaces de comprender el sentido profundo de la vida y de las luchas porque nos comunica la perspectiva de Dios. El cristiano, movido por el Espíritu Santo vive en gracia de Dios, preparándose para la continuación de su vida eterna después de la muerte. Esta vida de Cristo la vivieron los santos (Cf. Rom 6:8) de manera ejemplar. Todos debemos de imitarlos para ser también santos. Sin la gracia, los hombres caen en un gran vacío, en una vida sin sentido.
La muerte, tanto espiritual como física, es la consecuencia del pecado que entró en el mundo por rebelión de nuestros primeros padres. Estamos sujetos a la muerte física, pero el "aguijón" del pecado ha sido reemplazado por la esperanza cierta en la resurrección. Jesucristo pagó el precio por nuestros pecados con su muerte en la cruz. Conquistó así a todos sus enemigos. El último enemigo en ser destruido, al final del tiempo, será la muerte (Cf. I Cor. 15:26). Por eso, la muerte no es el final, tampoco nos encierra en un ciclo como piensan los proponentes de la reencarnación. Vivimos y morimos una sola vez. Durante nuestra vida mortal decidimos nuestra eternidad. Recibimos la gracia y la misericordia de Dios que nos abre las puertas del cielo. Al final del tiempo se establecerá plenamente el reino del Señor.
Todos resucitaremos
Cristo resucitado es el primer
fruto (Cf.1 Cor 15:20) de la nueva creación. Con su cruz,
El ha abierto las puertas para que nuestros cuerpos también
resuciten. Por eso los cristianos no solo creemos en la resurrección
de Jesús sino también en "la resurrección
de la carne", como profesamos en el credo de los Apóstoles,
es decir en la resurrección de todos los hombres. Sobre
esto escribe San Pablo: "Porque, habiendo venido por un hombre
la muerte, también por un hombre viene la resurrección
de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren
todos, así también todos revivirán en Cristo"
(I Cor. 15:21,22) y mas adelante: "En un instante, en un pestañear
de ojos, al toque de la trompeta final, pues sonará la
trompeta, los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros
seremos transformados (I Corintios 15:52).La Resurrección es mucho mas que la reencarnación. Es cierto que algunas religiones narran sobre dioses que mueren y resucitan pero ninguna habla de un cuerpo gloriosamente resucitado ni del poder para compartir esta nueva vida con otros. Los judíos no esperaban un Mesías que muriera y resucitara. Algunos tenían la esperanza de resucitar, pero no con cuerpos gloriosos sino en una resurrección análoga a la de Lázaro (Cf. Is. 26:19; Ez. 37:10; Dn 12:2).
Algunas filosofías y religiones han creído en la reencarnación o en la inmortalidad del alma apartada del cuerpo. Pero la fe en la resurrección solo se encuentra entre los cristianos.
¿Como será el cuerpo
resucitado?
Nadie en este mundo puede comprenderlo
del todo pero si sabemos que será como el cuerpo resucitado
de Cristo. Similar en algunos aspectos a nuestros cuerpos en
su forma actual, pero, para los redimidos, un cuerpo transformado
y glorificado. Jesucristo resucitado ya no muere, ya no sufre
las limitaciones del cuerpo mortal, las paredes y las puertas
cerradas ya no son un obstáculo para El."Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es." I Juan 3:2.
viernes, 23 de marzo de 2012
Abismos del Sagrado Corazón de Jesús
- “El Sagrado Corazón de Jesús es un abismo de amor en que hemos de sepultar
todo el amor propio que hay en nosotros, con sus malos productos, que son los
respetos humanos y los deseos de darnos contento.
-
Si nos hallamos en un caos de privaciones y desconsuelos, acojámonos a este
Divino Corazón, que es nuestro abrigo, y en El perdámonos sin desear sentir
dulzuras.
-
Si vivimos en un piélago de contrariedad y resistencia a la Voluntad de
Dios, ahoguémosle en el piélago de sumisión y conformidad, resignándonos al
agrado del Santísimo Corazón de Nuestro
Señor, y piérdanse en él todas nuestras rebeldías, por revestirnos de la
dichosa conformidad en lo que de nosotros ordene.
-
Si vivís en un océano de sequedad e inercia, sumíos en el abismo del amable
Corazón de Jesús.
-
Si vivís en un mar de pobreza y desnudez, id a abismaros en el amable
Corazón de Jesús, que os enriquecerá.
-
Si vivís en un sumidero de miserias, id y metedlas en este Sagrado Corazón,
que está rebosando misericordia.
-
Si vivís en un atolladero de soberbia y vana estimación de vosotros mismos,
hundidla toda en el abismo de humildad del Sagrado Corazón.
-
Si os halláis en un profundo de ignorancia, ahondad en el Sagrado Corazón
de Jesús, y allí aprenderéis a amarle y a hacer cuanto de vosotros desea.
-
Si estáis postrados en una confusión de infidelidades e inconstancias,
sumergíos en el abismo de firmeza y estabilidad del Sagrado Corazón de Jesús.
-
Si descubrís en vosotros un océano de ingratitudes a los beneficios
recibidos de Dios, sepultaos en el Divino Corazón, que es manantial de
gratitud, y os enriquecerá si se lo suplicáis.
-
Si veis en vosotros un sin número de impaciencias y enojos, arrojadlos en
la fragua de la mansedumbre del amable Corazón de Jesús, para que os haga
mansos y humildes.
-
Si nadáis en un mar de distracciones, sumidlas en el fondo de tranquilidad
del Sagrado Corazón, que os alcanzará indefectible victoria.
-
Si peleáis generosamente, podréis abismaros en El, como en piélago inmenso
de pureza y consuelo, para purificar vuestras intenciones y consumir vuestras
pretensiones y deseos.
-
Si moráis en una cárcel de tinieblas, os vestirá de su luz, y por ella
dejaos guiar como unos ciegos.
-
Cuando os veáis encerrados en lobreguez de angustias, lanzadlas en al
abismo de la Divina alegría de este Sagrado Corazón, donde hallaréis un tesoro
que disipe todas las tristezas y
aflicciones de espíritu.
-
Cuando os halléis turbados e inquietos, acogeos a la paz de este Corazón
adorable, y nadie os la podrá quitar.
-
Escondeos con frecuencia en la caridad de este amable Corazón, y no hagáis
cosa, por insignificante que parezca, que pueda lastimar esta virtud, no
haciendo a otros lo que no quisierais que con vosotros hiciesen.
-
Si navegáis entre las olas del temor, arrojaos en el mar de la confianza
del Sagrado Corazón, y el temor quedará anegado por el amor.
(Santa Margarita María de Alacoque,
Confidente del
Sagrado Corazón de Jesús)
Ya desde los comienzos de la Orden de la
Visitación, Nuestro Santo Padre Francisco de Sales, bajo la inspiración divina,
escribe a nuestra Santa Madre Juana Francisca Fremiot de Chantal en junio del
año 1611, esta carta en la cual expresa su deseo de que el “escudo y blasón” de
la Orden sea este Divino Corazón. Y así le dice:
“… nuestra casa de la Visitación
es, por su gracia, lo bastante noble y considerable para tener sus armas, su
blasón, su divisa y su grito de guerra. He pensado, pues, querida Madre, si
está de acuerdo, que debemos tomar por armas un único Corazón atravesado por
dos flechas, rodeado de una corona de espinas, que lleve clavada una cruz en su
parte superior, y que ostente los nombres de Jesús y de María. Hija mía, le
contaré en la primera visita mil pequeños pensamientos que se me han ocurrido
sobre el asunto, pues verdaderamente nuestra pequeña congregación es obra del
Corazón de Jesús y de María. El Salvador, muriendo, nos ha dado la vida por la
herida de su Sagrado Corazón; es justo, pues, que nuestro corazón, por medio de
una cuidadosa mortificación, esté siempre rodeado de la corona de espinas que
ciñó las sienes de Nuestro Señor, mientras el amor le retuvo en el trono de sus
mortales dolores…”
Años más tarde, nuestra Santa
Hermana Margarita María de Alacoque, recibiría las revelaciones del Divino
Corazón, de las cuales cuatro de entre ellas son las más importantes.
Primera revelación
El 27 de diciembre de 1673,
día de San Juan el Apóstol, Margarita María nos cuenta:
"Estando yo delante del
Santísimo Sacramento me encontré toda penetrada por Su divina presencia. El
Señor me hizo reposar por muy largo tiempo sobre su pecho divino, en el cual me
descubrió todas las maravillas de su amor y los secretos inexplicables de su
Corazón Sagrado. El me dijo:
"Mi
Divino Corazón, está tan apasionado de Amor a los hombres, en particular hacia
ti, que, no pudiendo contener en el las llamas de su ardiente caridad, es
menester que las derrame valiéndose de ti y se manifieste a ellos para
enriquecerlos con los preciosos dones que te estoy descubriendo los
cuales contienen las gracias santificantes y saludables necesarias para
separarles del abismo de perdición. Te he elegido como un abismo de indignidad
y de ignorancia, a fin de que sea todo obra mía."
Segunda revelación
Unos dos o tres meses después
de la primera aparición, se produjo la segunda gran revelación. Escribe
Margarita:
"El divino Corazón se
me presentó en un trono de llamas, mas brillante que el sol, y
transparente como el cristal, con la llaga adorable, rodeado de una corona de espinas
y significando las punzadas producidas por nuestros pecados, y una cruz en la
parte superior, la cual significaba que, desde los primeros instantes de su
Encarnación, quedó
plantado en él la cruz,
quedando lleno, desde el primer momento, de todas las amarguras que debían
producirle las humillaciones, la pobreza, el dolor, y el menosprecio que su
Sagrada Humanidad iba a sufrir durante todo el curso de su vida y en Su Santa
Pasión."
"Me hizo ver, que el
ardiente deseo que tenía de ser amado por los hombres y apartarlos del camino
de la perdición, en el que los precipita Satanás en gran número, le había hecho
formar el designio de manifestar su Corazón a los hombres, con todos los
tesoros de amor, de misericordia, de gracias, de santificación, y de salvación
que contiene, a fin de que cuantos quieran rendirle y procurarle todo el amor,
el honor y la gloria que puedan, queden enriquecidos abundante y profusamente
con los divinos tesoros del Corazón de Dios, cuya fuente es, al que se ha de
honrar bajo la figura de su Corazón de carne, cuya imagen quería ver expuesta;
que esparciría sus gracias y bendiciones por dondequiera que estuviere expuesta
su santa imagen para tributarle honores, y que tal bendición sería como un
último esfuerzo de su amor, deseoso de favorecer a los hombres en estos últimos
siglos de la Redención amorosa, a fin de apartarlos del imperio de Satanás, al
que pretende arruinar, para ponernos en la dulce libertad del imperio de su
amor, que quiere restablecer en el corazón de todos los que se decidan a
abrazar esta devoción."
Tercera revelación
En lo que probablemente era el
primer viernes de junio de 1674, fiesta de Corpus Christi, tuvo Margarita la
tercera gran revelación.
Una vez entre otras, escribe
Sta. Margarita, "que se hallaba expuesto el Santísimo Sacramento,
después de sentirme retirada en mi interior por un recogimiento extraordinario
de todos mis sentidos y potencias, Jesucristo mi Amado se presentó delante de
mi todo resplandeciente de Gloria, con sus cinco llagas brillantes, como cinco
soles y despidiendo de su sagrada humanidad rayos de luz de todas partes pero
sobre todo de su adorable pecho, que parecía un horno encendido; y, habiéndose
abierto, me descubrió su amante y amable Corazón."
Entonces Jesús le explicó las maravillas
de su puro amor y hasta que exceso había llegado su amor para con los hombres
de quienes no recibía sino ingratitudes. Esta aparición es más brillante que
las demás. Amante apasionado, se queja del desamor de los suyos y así divino
mendigo, nos tiende la mano el Señor para solicitar nuestro amor.
Le dirige las siguientes
peticiones:
º Comulgarás tantas veces
cuanto la obediencia quiera permitírmelo
º Jueves a viernes haré que
participes de aquella mortal tristeza que Yo quise sentir en el huerto de los
olivos; tristeza que te reducirá a una especie de agonía mas difícil de sufrir
que la muerte.
º Por acompañarme en la
humilde oración que hice entonces a mi Padre en medio de todas mis congojas, te
levantaré de once a doce de la noche para postrarte durante una hora conmigo;
el rostro en el suelo, tanto para calmar la cólera divina, pidiendo
misericordia para los pecadores, como para suavizar, en cierto modo, la
amargura que sentí al ser abandonado por mis apóstoles, obligándome a echarles
en cara el no haber podido velar una hora conmigo...
La Gran Revelación
En junio de 1675, Nuestro
Señor se le apareció mostrándole su divino Corazón y le dijo: "Mira este Corazón que tanto ha amado
a los hombres y que nada ha perdonado hasta consumirse
y agotarse para demostrarles su amor; y, en cambio, no recibe de la mayoría más
que ingratitudes, por sus irreverencias, sacrilegios y desacatos en este
sacramento de amor. Pero lo que me es todavía más sensible es que obren así
hasta los corazones que de manera especial se han consagrado a Mí. Por esto te
pido que el primer viernes después de la octava del Corpus se celebre una
fiesta particular para horrar mi Corazón, comulgando en dicho día y reparando
las ofensas que he recibido en el augusto sacramento del altar. Te prometo que
mi Corazón derramará en abundancia las bendiciones de su divino amor sobre
cuantos le tributen este homenaje y trabajen en propagar aquella
práctica".
Consagración al Corazón de Jesús.
Yo doy y consagro al Sagrado
Corazón mi persona y mi vida, mis acciones, mis trabajos y sufrimientos, para
no servirme de ninguna parte de mi ser, sino para honrarle, amarle y
desagraviarle. Esta es mi voluntad irrevocable: ser toda suya y hacerlo todo
por su amor, renunciando de todo corazón a cuanto pueda desagradarle. Te elijo
pues, oh Sagrado Corazón, por único objeto de mi amor, protector de mi vida y
mi asilo seguro en la hora de mi muerte. ¡Oh Corazón amante! En Vos pongo toda
mi confianza pues todo lo temo de mi debilidad, pero todo lo espero de tu
bondad. Consume en mí todo lo que te desagrade o resista; imprime tu amor en mi
corazón para que nunca pueda olvidarte ni separarme de Vos, pues quiero hacer
consistir mi dicha en vivir y morir como tu esclava. Amén.
SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
¡EN
VOS CONFÍO!
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